En el año en que se conmemora el centenario de la Revolución Rusa, el profesor Josep Fontana nos acerca a un análisis de los logros y también de los errores, de este proceso que, indudablemente cambió el rumbo del siglo XX. La revolución de 1917, alentó los anhelos de cambio en las clases sociales inferiores y logró derrocar a un régimen histórico en Rusia, como fue el zarismo. El triunfo bolchevique en octubre de 1917, con Lenin y Trotski a la cabeza, seguido de la victoria militar en la Guerra Civil (1918-21), dieron el espaldarazo definitivo a la formación y desarrollo de la URSS.
En el siguiente artículo, Fontana, realiza una interesante reflexión sobre lo que ha supuesto este proceso revolucionario y la importancia suprema que ejerció en el pasado siglo. En este sentido, se echa de menos la publicación de trabajos específicos, la organización de conferencias, debates ideológicos, o la realización de documentales, películas, series, etc, que pongan de relevancia la importancia de lo que supuso el triunfo bolchevique y la repercusión que este proceso ha tenido y que, sin duda, llega a nuestros días.
Debatamos, analicemos, discrepemos, sobre ello, y que mejor modo de hacerlo, que leer y nutrirse de las siempre interesantes y contrastadas reflexiones del profesor Fontana:
La Revolución que reinventó el
mundo (J. Fontana, publicado en Espacio Público).
La
conmemoración del centenario de la revolución rusa de octubre de
1917 debería llevarnos a una evaluación razonada de sus aciertos y sus
errores, de la cual podamos sacar lecciones útiles para un
presente de desconcierto e incertidumbre.
Entre
sus aportaciones positivas figura en primer lugar la
de haber alentado en todo el mundo las esperanzas de cambio
y la voluntad de protesta de los de abajo hasta forzar a los gobiernos del
capitalismo avanzado a desarrollar políticas de “reformismo del miedo” para defenderse
de la amenaza potencial de la subversión. Fue en gran medida el miedo al
comunismo lo que favoreció que la
socialdemocracia crease lo que llamamos el estado del
bienestar, basado en una redistribución de los beneficios de la
actividad económica. La prueba de ello es que cuando, a fines de
los años setenta, desapareció el miedo al comunismo,comenzó el desguace del
estado del bienestar y se inició la etapa de desigualdad creciente en que
estamos hoy sumergidos.
Otra de sus aportaciones decisivas fue su contribución al proceso
de descolonización, un campo en el que los comunistas se mantuvieron
activos desde que en 1927 inspiraron la reunión en Bruselas de la Liga contra el imperialismo que reunió a representantes de 134 organizaciones,
procedentes de 37 territorios coloniales distintos, con la participación de
figuras como Sukarno, Nehru, Haya de la Torre, Messali Hadj y
una amplia representación del Kuomintang chino. Un año más tarde, en septiembre
de 1928, el sexto congreso de la Internacional comunista publicaba unas Tesis sobre los movimientos revolucionarios en los países
coloniales y semicoloniales en que se planteaban los métodos con que ayudar a las
“revoluciones democrático-burguesas” de estos países.
Entre
sus errores más graves figura el de haber renunciado al ideal leninista de
crear una sociedad que, tras una fase transitoria de dictadura
del proletariado, procedería a abolir gradualmente todos los
mecanismos de poder del estado –la policía, el ejército y la burocracia-
iniciando así el camino hacia su desaparición y hacia una sociedad en que se
preveía incluso el fin del trabajo asalariado. Lejos de ello, el poder
soviético acabó erigiendo un estado opresor, escudándose en la necesidad de
defender la revolución de sus enemigos internos y externos.
Para
entender cómo ocurrió esto hay que ir hasta la génesis de la
revolución. Su planteamiento inicial, desde febrero de 1917, repetía la fórmula
de los partidos socialdemócratas tradicionales: convocar una asamblea
constituyente, establecer una república democrático-burguesa y emprender el
camino de una lenta evolución hacia el socialismo. Fue Lenin quien en
abril de 1917, haciéndose eco de la crítica a la socialdemocracia que
Marx había formulado en 1875, propuso ir más allá y forzar el
paso inmediato a una sociedad socialista. Seis meses más tarde,
en octubre, era evidente que el gobierno que presidía Kerensky no
podía seguir conteniendo la disolución del ejército y el malestar de
obreros y campesinos, de modo que la toma del poder por un gobierno de los
soviets se produjo con facilidad.
En
lo que se había equivocado Lenin era en sus previsiones
de que el capitalismo europeo estaba en trance de “venirse abajo”.
Lejos de ello, replicó armando a los participantes en una
llamada “guerra civil” en que intervinieron, directa o
indirectamente, hasta dieciséis países distintos, que causó ocho millones
de muertos y destruyó por completo la economía.
El programa de transformación de la sociedad que se había
iniciado en 1917 se estancó en el verano de 1918 como
consecuencia del inicio de una revuelta en que participaban a la
vez los partidarios de la asamblea constituyente y las fuerzas del
zarismo, armadas por las potencias capitalistas. La denuncia que
Kaustky hizo en Die Diktatur des Proletariats, presentando lo que ocurría en Rusia como el enfrentamiento
entre un socialismo democrático y una dictadura bolchevique,demostraba que no
había entendido lo que estaba ocurriendo realmente.
La
”guerra civil” se ganó gracias al apoyo de los obreros y los campesinos,
pero lo que en octubre de 1917 era un poder representativo de los soviets
se había convertido entre tanto, por las circunstancias de la guerra, en
una dictadura bolchevique, contra la que en
1921 protestaban los obreros de Petrogrado y los marinos de Kronstadt.
Lenin consideró que era necesario mantener este control político mientras
se emprendía una campaña de reconstrucción económica, como
condición necesaria para reemprender el programa de transformación
social.
Tras
la muerte de Lenin este proyecto pudo haber seguido sobre la base de la
continuidad de la Nueva Política Económica y del desarrollo de los métodos de
planificación que elaboraba el Gosplan, como proponían Bujarin o
Rykov. Pero Stalin optó en 1929 por iniciar una nueva “revolución”
que propugnaba la industrialización forzada, lo cual condujo a un enorme
despilfarro de recursos y a una oleada de violencia que se reforzó
todavía entre 1937 y 1938, cuando el pánico a la supuesta amenaza de una
conjura interior, en complicidad con un ataque externo, costó la
vida a más de setecientas mil víctimas.
Aunque
los sucesores de Stalin no volvieron a recurrir al terror en esta escala,
conservaron un miedo a la disidencia que hizo muy difícil que tolerasen la
democracia interna. Consiguieron así salvar el régimen soviético,
pero fue a costa de mantener un estado opresivo y de la
renuncia a avanzar en la construcción de una sociedad socialista.
A
pesar de todo, en el resto el mundo la ilusión generada por el
proyecto leninista siguió animando durante muchos años las luchas
de quienes aspiraban a realizar la revolución, lo cual ayudó a la
socialdemocracia en su tarea de combatir la expansión de las ideas
revolucionarias con una política de reformas que hizo posible que entre 1945 y
1975 se viviesen en el mundo desarrollado lo que los franceses llaman “los
treinta años gloriosos” en que el crecimiento económico estuvo acompañado
por un grado de igualdad social como no se había conocido hasta
entonces en la historia reciente.
A
partir de 1968, sin embargo, el “socialismo realmente existente”
mostró claramente sus límites como proyecto revolucionario, cuando en
París renunció a implicarse en los combates en la calle, y cuando en Praga
aplastó las posibilidades de desarrollar un socialismo con rostro humano.
Perdida su capacidad de generar esperanzas, dejó también de aparecer
como una amenaza que inquietase a las clases propietarias de
“occidente”, lo cual las permitió retirar las concesiones
que habían hecho hasta entonces, al tiempo que la socialdemocracia se acomodaba a la
situación y aceptaba plenamente la economía neoliberal.
En los
años ochenta, en momentos de crisis económica y de inmovilismo
político, los ciudadanos del área controlada por la Unión
Soviética decidieronque no merecía la pena seguir defendiendo el sistema
en el que habían vivido durante tantos años. El testimonio de un
antiguo habitante de la Alemania oriental que hoy vive en Estados Unidos
ilustra acerca de la naturaleza de este desengaño.
Sabíamos entonces, afirma, que lo que nuestraprensa decía sobre nuestro
país era un montón de mentiras, de modo que creímos que lo que decía sobre
“occidente” era también mentira. No fue hasta llegar a Estados Unidos
que descubrió que era verdad que había mucha gente en
la pobreza, viviendo en las calles y sin acceso a cuidados médicos,
tal como decía la prensa de su país. Hubiese deseado, concluye, haberlo
sabido a tiempo para decidir qué aspectos de las sociedades de
occidente merecía la pena adoptar, en lugar de permitir a sus expertos que
nos impusieran la totalidad del modelo neoliberal.
Una
reflexión como esta debería servirnos de advertencia en estos días,
cuando la mayoría de las evocaciones del centenario de la revolución
que se publiquen van a ser enteramente negativas, fruto de cien años de
lavado del cerebro de una propaganda hostil, animada todavía hoy por el interés
en ocultar todo lo que pueda haber de positivo en su legado. La
alternativa no puede ser la defensa a ultranza, sino un análisis objetivo -no
digo desapasionado, porque no es posible eliminar la pasión en algo que
trata de la vida y el bienestar de los seres humanos- con el fin de
rescatar lo que siga siendo válido de sus aciertos y evitar caer de nuevo en
sus errores.
http://www.espacio-publico.com/debate-sobre-la-revolucion-de-1917
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